viernes, 11 de abril de 2014

La televisión en la sociedad del vértigo

Nos gobierna el vértigo. Ni el mercado, ni el Estado, ni los medios, ni las cosas. Nada de eso solo, sino todo eso junto. El vértigo es el factor común en un sistema de vida que nos obliga a seguirle el ritmo si queremos progresar, como maratonistas autómatas y enflaquecidos de ideas propias. El vértigo como fuerza incorpórea y omnipotente (porque Dios ha muerto) se nos presenta en cualquier rincón de la existencia, invadiendo y desnaturalizando nuestro ser individual y nuestras potencialidades colectivas, hasta transformarnos en un ser colectivo de partes tan abandonadas a sus aspiraciones individuales que ya no son capaces de reconocerse a sí mismas. Sabemos perfectamente lo que debemos querer, porque para sentir lo que en verdad se quiere se precisa un ser individual bien despierto, y a ese nos lo durmieron o nos lo robaron o lo vendimos hace tiempo. En cualquier caso, las utopías demoran mucho, y el tiempo es oro.
El vértigo come tiempo. Vivimos persiguiendo un horario de entrada, mandando mensajes de texto, cobrando lo que es mío, invirtiendo plata y gastando tiempo, cuidando que no nos roben, cambiando el auto, tocando bocina, llegando siempre tarde al médico que nos dé la pastillita mágica para poder seguir haciendo, con salud, todo lo anterior. Siguiendo la lógica racional-económica que el vértigo nos ha facilitado, en estos tiempos donde el tiempo escasea, la disponibilidad de tiempo debería ser un privilegio. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Quien tiene tiempo es casi un outsider, un holgazán sin ambición, a lo sumo un mediocre con suerte. Por supuesto, vivir en el vértigo es la norma de moda y él mismo nos enseña a pensar cómodamente que lo normal es siempre lo correcto.
Pero este vértigo no nos somete tan fácilmente. Conscientes o no, diariamente nos rebelamos contra esta fuerza demencial y ajena que nos arrastra. El mismo vértigo que nos eleva a cumplir nuestros deseos más absurdos y complejos, nos provoca la angustia de extraviar en sus dominios, las necesidades humanas más simples y completas. Y es ese mismo dolor existencial el que arremete tormentosamente en casi todos los pedacitos de tiempo que el vértigo nos deja expresar lo que sentimos por él. Nos duele la cabeza, nos arden los ojos, nos tiemblan las piernas. Nos quejamos de los trámites, de los precios, del vértigo. Le tememos a la noche, a las dudas, al silencio. Responsabilizamos a las autoridades políticas de todos los problemas que  el vértigo nos causa, delegándoles la imposible tarea de disciplinar una fuerza que nosotros mismos liberamos constantemente. Y todo esto, toda esta sarta de miedos y de quejas no es menos que el testimonio desgarrador y tartamudo de que el vértigo se ha excedido en su afán troglodita y cada vez nos gusta menos porque cada vez más nos lastima, aunque aún no seamos capaces de entender que las consecuencias que el vértigo trae son simplemente sus condiciones de existencia.
Hay dos sentimientos individuales que emergen de la subjetividad colonizada por el vértigo y amenazan con desatar las potencias emancipatorias de los individuos, aunque generalmente devengan en efectivos represores de esta osadía. Ambas sensaciones se retroalimentan entre sí hasta desembocar en profundas crisis de identidad, como últimos manotazos de ahogados entre las muchedumbres solitarias, vertiginosamente recortada la individualidad espiritual, son tantas y tan variadas las alternativas que ya no tenemos opción, ni ganas de elegir. El cansancio, entonces, es uno de estos sentimientos inherentes al vértigo moderno. Nadie, ni el más exitoso de los empresarios, ni las pastillas más poderosas, ni el joven más borracho, ni la niña más correcta pueden soportar las exigencias pautadas por el ritmo que nos pone a bailar torpemente al compás de las instituciones que construye su fuerza destructora. Ese es otro de los péndulos que el vértigo nos muestra para embobarnos. Nos hace creer que todo es móvil y relativo, que nada es seguro, que su fuerza arrolladora garantiza la renovación de oportunidades para todos aquellos que estén dispuestos a entregarse al desamparo, que todo en algún momento llega y en algún momento se va. Pero el vértigo no es únicamente una fuerza destructora. Nosotros mismos, que somos el mismo vértigo que nos domina, construimos las condiciones estáticas para que el vértigo destruya todo aquello que esas condiciones le permitan destruir. El vértigo no destruye la propiedad privada, ni la necesidad de tener un celular o un auto, ni las relaciones de poder, ni las diferencias de clase. La vorágine hambrienta de destrucción, ni siquiera olfatea sus construcciones más preciadas, precisamente las construcciones que posibilitan la constante aniquilación de todo lo demás.
El cansancio es la primera consecuencia del vértigo, la más común y la más consciente. Es imposible, como decíamos, negar que el sistema de vida actual provoca altos niveles de cansancio, tanto física como mentalmente. Trabajar, ganar, comprar, vender, divertirse, estudiar, crecer, ser, tener, parecer; son verbos que cansan mucho. El vértigo conspira contra el tiempo, a la vez que inspira respeto hacia quien no lo tiene. No tener tiempo es síntoma de éxito. No tener tiempo es ser racional en la irracional racionalidad del vértigo. Como cansarse es normal (y lo normal siempre es bueno), el vértigo ofrece sus productos de ocio. El ocio, como casi todo en este mundo del vértigo, se compra y se vende, y todo, todo lo que se compra y se vende en este mundo del vértigo, pertenece al vértigo del mercado. El ocio es el mejor canal para la difusión de la sociedad del vértigo. Instintivamente tendemos a concebir el descanso como una situación distinta al resto de actividades diarias, todas ellas dominadas nítidamente por el vértigo omnipresente. Creemos, entonces, que los momentos de ocio nos despejan, nos alejan de nuestra realidad vertiginosa para marcar una línea divisoria entre nuestra actividad y nuestro reposo. Confiamos ingenuamente en que la mano invisible del huracán no llega a tocar nuestro ocio. Y esto no está ni cerca de ser verdad. El vértigo coloniza muchísimas esferas del ocio y las vende como antídotos del vértigo. Pero lejos de curarlo, a través del ocio aparentemente neutral, tiene lugar la transmisión invisible e inconsciente de las pautas dispuestas por el vértigo, y siempre una dominación es más efectiva y más poderosa cuando es invisible, cuando no se reconocen los aparatos de poder que la originan.
Sin dudas el caso paradigmático lo constituye la televisión. La televisión es la fuente de ocio (a nivel tecnológico) más extendida en el mundo, tal vez en un futuro cercano empatada por la computadora. La televisión seduce a sus consumidores por su impacto visual, al tiempo que nos permite relajar el cuerpo siempre tenso de los habitantes del vértigo. La comodidad física contrarresta así al cansancio físico. Análogamente, al cansancio mental se lo combate con comodidad mental. Así, la televisión magistral y sutilmente desliza noticias y situaciones cotidianas con grados mínimos de novedad y complejidad, obteniendo el deseado resultado de que el televidente absorba información funcional a la reproducción del vértigo pero envasada en la siempre inocente intención de distraer. Se completa así, gracias a la televisión, un círculo virtuoso para los amantes del vértigo. La televisión aparece para llenar el hueco que la racionalidad del vértigo deja vacío a propósito para hacernos creer que no somos totalmente invadidos por él, que podemos darnos el lujo de elegir nuestro ocio. Después de un día entero signado por la lógica agobiante del vértigo desnudo, jamás la televisión podría ofrecer productos que requieran de complejidad mental, de capacidad de abstracción o de estímulos a la creatividad. El cansancio mental del vértigo necesita de productos ociosos que cumplan la doble función de simplicidad y repetición con aparente originalidad, a la vez que imparten implícitamente las condiciones favorables para la reproducción de la lógica del vértigo. Éxito, felicidad, posiciones y roles sociales, estética; todas cuestiones culturales arbitrarias que el vértigo televisivo transforma en respuestas unívocas e incuestionables. Fiel producto de un vértigo transformador de lo que le conviene,  la televisión relativiza y subestima las ideologías como marcas que pasaron de moda en el híbrido mundo moderno. Los contenidos televisivos se le presentan al espectador detalladamente digeridos y simplificados, como un efectivo represor de cualquier atisbo de pensamiento discordante en un individuo ya anestesiado. La televisión nos ahorra el cansancio de pensar, y alguien que no piensa libera el terreno para que otro piense por él. El vértigo limpia y el terreno y nos hace el favor de pensar por nosotros. La desideologización de las personas es la ideología preferida del vértigo y la televisión su medio de transporte predilecto.
Aún menos probable que encontrar contenidos televisivos originales y complejos, es aspirar a una televisión que problematice las condiciones existenciales del vértigo. Eso sería pedirle que traicione sus propias condiciones como aparato invisible de dominación. Como hija del vértigo, sabe que a su papá no se lo puede traicionar, porque ni siquiera lo conoce. Sabe perfectamente que existe para que el vértigo se extienda y se acelere, y cumple perfectamente esa función. ¿Cómo se puede exigirle a la televisión que se oponga a los intereses del vértigo y a los de sus millones de piecitas que la preferimos así como está, y empiece de repente a transmitir programas y noticias que cuestionen la hegemonía del vértigo? ¿Cómo pedirle que haga preguntas cuando ella solo sabe dar respuestas? ¿Por qué los fanáticos del mercado del vértigo preferimos una televisión reproductora que una televisión transformadora? Está claro que el vértigo no evalúa ni de reojo las posibilidades de acabar con la reproducción de su transformación constante, pero ¿por qué? Porque nosotros, los asediados protagonistas del vértigo, no reclamamos otra televisión. Y no lo hacemos porque la aparición de otra televisión, una televisión crítica, problematizadora, reflexiva y emancipatoria, nos enfrentaría con la angustiante posibilidad de observarnos desde lejos en el medio del vacío, y confirmar que todo lo que nos rodea es vértigo, y nosotros también.