viernes, 11 de abril de 2014

La televisión en la sociedad del vértigo

Nos gobierna el vértigo. Ni el mercado, ni el Estado, ni los medios, ni las cosas. Nada de eso solo, sino todo eso junto. El vértigo es el factor común en un sistema de vida que nos obliga a seguirle el ritmo si queremos progresar, como maratonistas autómatas y enflaquecidos de ideas propias. El vértigo como fuerza incorpórea y omnipotente (porque Dios ha muerto) se nos presenta en cualquier rincón de la existencia, invadiendo y desnaturalizando nuestro ser individual y nuestras potencialidades colectivas, hasta transformarnos en un ser colectivo de partes tan abandonadas a sus aspiraciones individuales que ya no son capaces de reconocerse a sí mismas. Sabemos perfectamente lo que debemos querer, porque para sentir lo que en verdad se quiere se precisa un ser individual bien despierto, y a ese nos lo durmieron o nos lo robaron o lo vendimos hace tiempo. En cualquier caso, las utopías demoran mucho, y el tiempo es oro.
El vértigo come tiempo. Vivimos persiguiendo un horario de entrada, mandando mensajes de texto, cobrando lo que es mío, invirtiendo plata y gastando tiempo, cuidando que no nos roben, cambiando el auto, tocando bocina, llegando siempre tarde al médico que nos dé la pastillita mágica para poder seguir haciendo, con salud, todo lo anterior. Siguiendo la lógica racional-económica que el vértigo nos ha facilitado, en estos tiempos donde el tiempo escasea, la disponibilidad de tiempo debería ser un privilegio. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Quien tiene tiempo es casi un outsider, un holgazán sin ambición, a lo sumo un mediocre con suerte. Por supuesto, vivir en el vértigo es la norma de moda y él mismo nos enseña a pensar cómodamente que lo normal es siempre lo correcto.
Pero este vértigo no nos somete tan fácilmente. Conscientes o no, diariamente nos rebelamos contra esta fuerza demencial y ajena que nos arrastra. El mismo vértigo que nos eleva a cumplir nuestros deseos más absurdos y complejos, nos provoca la angustia de extraviar en sus dominios, las necesidades humanas más simples y completas. Y es ese mismo dolor existencial el que arremete tormentosamente en casi todos los pedacitos de tiempo que el vértigo nos deja expresar lo que sentimos por él. Nos duele la cabeza, nos arden los ojos, nos tiemblan las piernas. Nos quejamos de los trámites, de los precios, del vértigo. Le tememos a la noche, a las dudas, al silencio. Responsabilizamos a las autoridades políticas de todos los problemas que  el vértigo nos causa, delegándoles la imposible tarea de disciplinar una fuerza que nosotros mismos liberamos constantemente. Y todo esto, toda esta sarta de miedos y de quejas no es menos que el testimonio desgarrador y tartamudo de que el vértigo se ha excedido en su afán troglodita y cada vez nos gusta menos porque cada vez más nos lastima, aunque aún no seamos capaces de entender que las consecuencias que el vértigo trae son simplemente sus condiciones de existencia.
Hay dos sentimientos individuales que emergen de la subjetividad colonizada por el vértigo y amenazan con desatar las potencias emancipatorias de los individuos, aunque generalmente devengan en efectivos represores de esta osadía. Ambas sensaciones se retroalimentan entre sí hasta desembocar en profundas crisis de identidad, como últimos manotazos de ahogados entre las muchedumbres solitarias, vertiginosamente recortada la individualidad espiritual, son tantas y tan variadas las alternativas que ya no tenemos opción, ni ganas de elegir. El cansancio, entonces, es uno de estos sentimientos inherentes al vértigo moderno. Nadie, ni el más exitoso de los empresarios, ni las pastillas más poderosas, ni el joven más borracho, ni la niña más correcta pueden soportar las exigencias pautadas por el ritmo que nos pone a bailar torpemente al compás de las instituciones que construye su fuerza destructora. Ese es otro de los péndulos que el vértigo nos muestra para embobarnos. Nos hace creer que todo es móvil y relativo, que nada es seguro, que su fuerza arrolladora garantiza la renovación de oportunidades para todos aquellos que estén dispuestos a entregarse al desamparo, que todo en algún momento llega y en algún momento se va. Pero el vértigo no es únicamente una fuerza destructora. Nosotros mismos, que somos el mismo vértigo que nos domina, construimos las condiciones estáticas para que el vértigo destruya todo aquello que esas condiciones le permitan destruir. El vértigo no destruye la propiedad privada, ni la necesidad de tener un celular o un auto, ni las relaciones de poder, ni las diferencias de clase. La vorágine hambrienta de destrucción, ni siquiera olfatea sus construcciones más preciadas, precisamente las construcciones que posibilitan la constante aniquilación de todo lo demás.
El cansancio es la primera consecuencia del vértigo, la más común y la más consciente. Es imposible, como decíamos, negar que el sistema de vida actual provoca altos niveles de cansancio, tanto física como mentalmente. Trabajar, ganar, comprar, vender, divertirse, estudiar, crecer, ser, tener, parecer; son verbos que cansan mucho. El vértigo conspira contra el tiempo, a la vez que inspira respeto hacia quien no lo tiene. No tener tiempo es síntoma de éxito. No tener tiempo es ser racional en la irracional racionalidad del vértigo. Como cansarse es normal (y lo normal siempre es bueno), el vértigo ofrece sus productos de ocio. El ocio, como casi todo en este mundo del vértigo, se compra y se vende, y todo, todo lo que se compra y se vende en este mundo del vértigo, pertenece al vértigo del mercado. El ocio es el mejor canal para la difusión de la sociedad del vértigo. Instintivamente tendemos a concebir el descanso como una situación distinta al resto de actividades diarias, todas ellas dominadas nítidamente por el vértigo omnipresente. Creemos, entonces, que los momentos de ocio nos despejan, nos alejan de nuestra realidad vertiginosa para marcar una línea divisoria entre nuestra actividad y nuestro reposo. Confiamos ingenuamente en que la mano invisible del huracán no llega a tocar nuestro ocio. Y esto no está ni cerca de ser verdad. El vértigo coloniza muchísimas esferas del ocio y las vende como antídotos del vértigo. Pero lejos de curarlo, a través del ocio aparentemente neutral, tiene lugar la transmisión invisible e inconsciente de las pautas dispuestas por el vértigo, y siempre una dominación es más efectiva y más poderosa cuando es invisible, cuando no se reconocen los aparatos de poder que la originan.
Sin dudas el caso paradigmático lo constituye la televisión. La televisión es la fuente de ocio (a nivel tecnológico) más extendida en el mundo, tal vez en un futuro cercano empatada por la computadora. La televisión seduce a sus consumidores por su impacto visual, al tiempo que nos permite relajar el cuerpo siempre tenso de los habitantes del vértigo. La comodidad física contrarresta así al cansancio físico. Análogamente, al cansancio mental se lo combate con comodidad mental. Así, la televisión magistral y sutilmente desliza noticias y situaciones cotidianas con grados mínimos de novedad y complejidad, obteniendo el deseado resultado de que el televidente absorba información funcional a la reproducción del vértigo pero envasada en la siempre inocente intención de distraer. Se completa así, gracias a la televisión, un círculo virtuoso para los amantes del vértigo. La televisión aparece para llenar el hueco que la racionalidad del vértigo deja vacío a propósito para hacernos creer que no somos totalmente invadidos por él, que podemos darnos el lujo de elegir nuestro ocio. Después de un día entero signado por la lógica agobiante del vértigo desnudo, jamás la televisión podría ofrecer productos que requieran de complejidad mental, de capacidad de abstracción o de estímulos a la creatividad. El cansancio mental del vértigo necesita de productos ociosos que cumplan la doble función de simplicidad y repetición con aparente originalidad, a la vez que imparten implícitamente las condiciones favorables para la reproducción de la lógica del vértigo. Éxito, felicidad, posiciones y roles sociales, estética; todas cuestiones culturales arbitrarias que el vértigo televisivo transforma en respuestas unívocas e incuestionables. Fiel producto de un vértigo transformador de lo que le conviene,  la televisión relativiza y subestima las ideologías como marcas que pasaron de moda en el híbrido mundo moderno. Los contenidos televisivos se le presentan al espectador detalladamente digeridos y simplificados, como un efectivo represor de cualquier atisbo de pensamiento discordante en un individuo ya anestesiado. La televisión nos ahorra el cansancio de pensar, y alguien que no piensa libera el terreno para que otro piense por él. El vértigo limpia y el terreno y nos hace el favor de pensar por nosotros. La desideologización de las personas es la ideología preferida del vértigo y la televisión su medio de transporte predilecto.
Aún menos probable que encontrar contenidos televisivos originales y complejos, es aspirar a una televisión que problematice las condiciones existenciales del vértigo. Eso sería pedirle que traicione sus propias condiciones como aparato invisible de dominación. Como hija del vértigo, sabe que a su papá no se lo puede traicionar, porque ni siquiera lo conoce. Sabe perfectamente que existe para que el vértigo se extienda y se acelere, y cumple perfectamente esa función. ¿Cómo se puede exigirle a la televisión que se oponga a los intereses del vértigo y a los de sus millones de piecitas que la preferimos así como está, y empiece de repente a transmitir programas y noticias que cuestionen la hegemonía del vértigo? ¿Cómo pedirle que haga preguntas cuando ella solo sabe dar respuestas? ¿Por qué los fanáticos del mercado del vértigo preferimos una televisión reproductora que una televisión transformadora? Está claro que el vértigo no evalúa ni de reojo las posibilidades de acabar con la reproducción de su transformación constante, pero ¿por qué? Porque nosotros, los asediados protagonistas del vértigo, no reclamamos otra televisión. Y no lo hacemos porque la aparición de otra televisión, una televisión crítica, problematizadora, reflexiva y emancipatoria, nos enfrentaría con la angustiante posibilidad de observarnos desde lejos en el medio del vacío, y confirmar que todo lo que nos rodea es vértigo, y nosotros también.

martes, 15 de mayo de 2012

El día que se agote el tiempo

Desde que existe el tiempo, el hombre ha tenido la estúpida costumbre de creerse su dueño. Lo cree, y en parte lo es. Puede transformar lo que el tiempo hizo, puede decir lo que le conviene de lo que hace, y hasta puede predecir, atenuar o explotar lo que el tiempo hará. Pero hay algo que no puede hacer; no puede evitar que camine. No puede liberarlo como los billetes ni estrangularlo como los salarios. El tiempo siempre camina al mismo ritmo, tranquilo porque sabe que es él quien vive al hombre y no al revés. Vive pasando, haciendo y deshaciendo, llegando y volviendo. Y lo que más asusta al hombre es que un día el tiempo, de tanto pasar se canse, y se tire a descansar un par de milenios, o el tiempo que el tiempo disponga.
Y ese día se va a agotar en disculpas.
Perdón le van a pedir los padres a los hijos y los hijos a los padres. Perdón le van a pedir las computadoras a las plazas y a las playas, y los cirujanos a las famosas, y las cremas a las arrugas por intentar detener el tiempo. La Iglesia le va a pedir perdón a los homosexuales, a los negros, a los indios, a los ateos, a los cristianos.
Van a pedir perdón los celulares por alejar a las personas. Europa se va a disculpar con América por haberle robado su salud mientras le vendía enfermedades. Los Derechos Humanos le pedirán perdón a los humanos sin derechos. Los préstamos no cobrarán intereses en sus disculpas hacia los deudores y el marketing dirá perdón a los deudores por ponerle un precio a sus deseos menos necesarios.
Las mentiras pedirán perdón a las palabras y las palabras se disculparán con  las verdades y el tiempo les pedirá perdón por irse sin escucharlas.
Los químicos les ofrecerán su perdón a las frutas por contaminarlas y los vivos a los muertos, por olvidarlos con el tiempo. Los Estados Unidos pedirán disculpas por no poder pedir todas las disculpas que deben en un solo día. Los chinos dirán perdón por haber sido tantos y tan parecidos. Nike y Adidas se disculparán con los niños y niñas taiwaneses y el petróleo con las sirenas y con los pájaros, y los humanos con el petróleo y con el mundo, y con el tiempo.
La tierra no tendrá otra que disculparse con todos, el día que se agote el tiempo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El que piensa no funciona

Mediados de noviembre de 2011. Fue por esas fechas cuando comenzó a sobrevolar la posibilidad de crear un blog, una especie de ciberdiario íntimo-reflexivo que hospedara, al menos transitoriamente, algunas de las posturas que uno asume sobre ciertos asuntos que considera trascendentes, o a lo sumo, interesantes. Temas que merecen, por su incidencia en la aburrida rutina, un vistazo crítico y problematizante. De eso se trata este blog, de problematizar.
Esta entrada, la novena, se la voy a dedicar por primera vez al móvil conceptual que tiene este espacio. Aquí ya hablamos sobre la influencia de los medios de comunicación, denunciamos las mentiras y el poder del cristianismo, nos ocupamos de la estigmatización social pero hemos olvidado la idea madre que motivó la expresión de todas estas ideas. Es que este blog siempre tuvo el mismo fin, presentarse como un espacio virtual de análisis a partir del sentimiento y no tanto de la información. Pero sobre todo es un lugar (así lo siento yo) para opinar, para plasmar las inquietudes que uno tiene. De esto, justamente, se trata esta entrada, de las inquietudes.
Además del zumbido de los mosquitos y las agujas de los hospitales (aunque eso se acerca más bien al terror), pocas cosas me molestan tanto como comprobar que la gran mayoría de la gente no siente inquietudes. ¿Qué son las inquietudes? Son como bichitos que suben por la nuca y andan revoloteando en la cabeza. Revolucionan a todas las neuronas, despiertan todos los sentidos y obligan a pensar. Algunos las calman leyendo, otros escribiendo y, los más valientes, haciendo. Eso sí, también pueden ser molestas. Algunos de sus efectos pueden ser estrés, impotencia y resignación.
Dije que una de las cosas que más me molestan, y sobre todo que más me entristecen, es que la gente no tenga inquietudes. Las inquietudes están muy relacionadas con el cultivo de la intelectualidad, no con el de la inteligencia. Si asociamos la inteligencia con una facultad biológica, hereditaria, entonces la intelectualidad se vincula con lo social, con el entorno en el que uno se mueve. La intelectualidad, como siempre desde mi perspectiva, es la capacidad de mirar críticamente el contexto que nos rodea, cuestionando las cosas que damos por válidas e “inquietándonos” ante temas que desconocemos. En palabras más sencillas, es el hambre de conocer, de entender, pero sobre todo son las ganas de preguntar. A lo largo de mis posts dejé clarito que soy devoto de las frases cortas, acá va una de mis preferidas: “cuanto más sé, más preguntas tengo”.
Pero falta algo, dijimos que el objetivo del blog es problematizar; bien, hasta hora nos hemos limitado a nombrar y describir lo que son las inquietudes y la intelectualidad, actividad que nada tiene de crítica y cuestionadora. Vamos entonces a hacer referencia, una vez más a la frase que conduce este texto: la gente no tiene inquietudes. Es triste pero cierto. Si tengo un celular touch con cámara y mp3, ¿qué importa si lo necesito o no? Si ese celular navega por internet y me permite saber lo que pasa en el otro extremo del mundo, ¿para qué me sirve saber en qué consiste la globalización? Si ese celular tiene corrector ortográfico, ¿para qué esforzarse en escribir con tildes? No sirve hacerse preguntas si uno no sabe las respuestas. No importa opinar, leer, informarse, discutir, aunque esto nos haga mucho más libres como seres sociales. Esos bichitos joden. Es mejor estar preso de nuestro pedacito de nociones y reflejos.
Voy a terminar esta entrada con un segmento que escribí el día anterior, cuando se me ocurrió este absurdo de tratar a la idea del blog como una idea más del blog.
Tener una opinión, inquietarse por saber algo que uno no sabe. Bosquejar un concepto aunque uno no esté plenamente interiorizado sobre algún asunto, usar el sentido común. Adoptar una postura y defenderla. Cambiarla cuántas veces sea necesario pero preocuparse, plantearse metas que vayan más allá de ganar un buen sueldo, mandar a sus hijos a la escuela e irse de vacaciones en enero.

martes, 6 de marzo de 2012

¿El contenido o la forma?

Todos los carnavaleros de ley concuerdan que la madrugada en la que se dan a conocer los conjuntos clasificados a la Liguilla es, sin dudas, el momento más vibrante de nuestra fiesta popular después de la “Noche de los Fallos”.
Bien, sabido es que existen una gran cantidad de rubros (maquillaje, disfraces, voces, letras, etc) que el jurado tiene en cuenta a la hora de determinar los conjuntos que continúan. Luego de otorgarle un puntaje a cada agrupación en todos los rubros correspondientes (que varían según la categoría), se procede a realizar la sumatoria de todos los puntos alcanzados por los conjuntos y a partir de allí se establece quiénes clasifican a pelear por la corona del Carnaval.
También sabido es que existen tantos rubros como cuestionamientos acerca de la subjetividad con los que estos rubros son ponderados uno por encima de otro. Pero como no tengo la suficiente información para expresar una posición clara (y me molestan las opiniones tibiecitas), no puedo cuestionar directamente la totalidad de los métodos para la elección de los conjuntos clasificados y luego, ganadores. Eso sí, a partir de un caso particular, me gustaría expresar un profundo desacuerdo sobre la Liguilla de este 2012.
La Mojigata no entró a la Liguilla. Una de las pocas murgas que cultiva el escaso hábito de pensar no sumó los suficientes puntos como para ser una de las mejores once murgas del Carnaval 2012. Entre tanto conjunto de letra fácil, aplauso vacío y crítica light, parece que al honorable jurado le pareció mejor no complicarse con una murga que dice las cosas entreveradas y que no se esfuerza por cumplir bien con todos los requisitos que el reglamento establece (en la jerga carnavalera, esto se llama “rubrear”).
El espectáculo de La Mojigata se llama “Cuentos infantiles” y se desarrolla en la época monárquica (siglos XV, XVI, XVII). El cuplé del “bosque oscuro”, en referencia a las zonas en las que viven los ladrones del informativo, está enfocado desde la desigualdad de oportunidades y la tergiversación de las noticias por los medios de comunicación. El siguiente cuplé trata sobre cómo educar a la hija del juglar, en donde se plasman con gran inteligencia las contradicciones entre un hippie antisistema y su hija que nació en el planeta del “Consumo… luego existo”. Otra punto alto de la actuación es la llegada de la “democracia”, momento en el que se inicia el llamado Estado Liberal (históricamente hablando).
Se le pueden criticar muchas cosas a La Mojigata. Es una murga elitista y eso es indiscutible; solo la élite intelectual la puede comprender (por ejemplo este año requiere de un conocimiento histórico no preciso pero sí amplio). Creo que esa tendencia a decir las cosas desde un ángulo distinto al resto la hace fascinante para unos pocos pero imposible para otros muchos. Hasta los chistes, a veces, pierden su gracia original por estar enredados en una trama de ideas maravillosas pero sumamente rebuscadas. Eso sí, si algún lector pretende aprender cuando vaya al tablado, vaya cuando esté La Mojigata. Dictan clases de materias varias por ochenta pesos. El tema es, cuánta gente que va a un tablado está dispuesta (y capacitada) a estar toda la función con los oídos clavados en las voces y el cerebro conectado con las letras. Los que saben de murga en serio, dicen que cantan mal. Yo que de canto no entiendo ni media, me limito a decir que me parecen débiles las voces. Ni les digo la opinión del viejo murguero enamorado de las voces roncas y profundas; no le vas a comparar la manga de gurises locos de La Mojigata con el murgón de los Curtidores (la mierda que cantan bien eh!).
Pero volviendo al tema de discusión, ¿las once murgas que entraron tienen un mejor espectáculo que La Mojigata? Va otra, ¿hay alguna que tenga una idea más original y un texto más inteligente? ¿Tan poca importancia se le da al contenido? ¿Importa más lo que se dice o cómo se dice? ¿Contenido o forma? Parece que la forma prevalece, ateniéndose a los resultados del cinco de marzo.
En fin, creo que el Carnaval se pierde de tener en su definición al conjunto más creativo y profundo (en letras) de todos los participantes. Se pierde de una murga que se hace la viva e invita a recogerse a cada rato, entre tanto texto digerido o absolutamente superficial camuflado en voces poderosas (y a veces ni tanto). Pero sobre todo la definición de este Carnaval se pierde a una murga que le hace la burla, se pierde a una murga que no le interesa estar en la definición si eso conlleva abandonar su estilo. Que nunca abandone su estilo, que sigan ganando las otras.




domingo, 4 de marzo de 2012

Leyendo a Galeano

A veces tiene una poesía tan terminante que asusta, da la impresión que el hombre no es ni un poquito feliz mientras exista lo que él bien llama “el sistema de poder”. En su afán por enumerar sus principios en una especie de declaratoria irrefutable, comete algunas generalizaciones que no son ciertas. Sí, todo eso es verdad. No siempre los indios son buenísimos, los policías asesinos y los políticos corruptos que no tienen otro propósito que vender el país para comprarse mansiones de verano. Los indios también se destripaban entre ellos, existen policías que intentan hacer valer la ley (por más injusta que esta sea) y hay políticos que pelean por sus principios aún contra toda la burocracia legal que existe en esta Latinoamérica.
A pesar de todo esto, cualquier libro de Galeano es un disparador intelectual que nos lleva a cuestionarnos muchas cosas tan naturales y cotidianas que han ido ganándose una sacralización totalmente injustificada. Leer a Galeano es crecer como ser humano capaz de juzgar (desde una moral alternativa a la imperante) lo que sucede a su alrededor. Pero también es la feliz demostración de que existe un tipo que piensa lo que dice pero, sobre todo, que dice lo que siente. Mientras tanto, y es cierto que a veces caricaturiza en demasía sus fundamentos, se anima a plantear un mundo alternativo que tenga como punto de inicio la ausencia de varios pilares de la sociedad contemporánea. El consumo, la violencia, el machismo, el racismo, la destrucción del medio ambiente, la injusticia, la desigualdad y, con énfasis, el odio al de al lado, la transformación del compañero en competidor. No sé si Galeano es un genio, no lo creo. Un genio fue Marx. Galeano es un hombre que teniendo, claro está, un coeficiente intelectual y un nivel cultural mucho más alto que la media, tiene una sensibilidad social tan exagerada que se confunde con ridícula y utópica. Sin existiera un coeficiente de sensibilidad, yo no conozco a nadie que lo supere.
Eso sí, terminar un libro de Galeano no deja de ser un alivio. Sí, es como que a medida que uno va devorando las páginas repletas de críticas a todo lo que el capitalismo hace nacer y morir, carga con una mochila muy pesada por el hecho de estar de acuerdo pero también por el hecho de sentirse un poco solo. Sentirse como eso, como alguien que está de acuerdo y punto. Terminar el libro es recomenzar a vivir la realidad que me tocó y que no puedo (y tampoco quiero del todo) cambiar. Es volver a comprar algún producto porque me compró su publicidad, es cerrar la ventanilla del auto cuando se asoman caras portadoras de crimen, es sentarme a ver Rocky o Terminator III.
Hoy, en 2012, terminé el libro que Galeano terminó de escribir en 1998. Que el mundo sigue Patas Arriba es indiscutible pero de todas formas creo, aunque esto sí pueda ser mucho más opinable, que hay señales que ponen de manifiesto la debilidad del centro hegemónico, debilidades generadas en gran medida por los grupos         molestos y disconformes que, dentro de su limitado radio de acción, han ido carcomiendo sin prisa pero sin pausa, algunos de los cimientos que sostenían esa sociedad de fin del milenio fundada en la injusticia y la sonriente hipocresía. Por supuesto que no podemos dejar de lado las crisis socioeconómicas que el sistema sufrió desde el 1998 hasta la fecha, crisis en las que poco tuvieron que ver estos grupos reivindicadores del valor del ser humano sino que fueron fruto exclusivo de la dinámica capitalista. 
En resumidas cuentas, hoy en día uno observa, pocos pero observa al fin, que algunos acontecimientos hacen soñar con la idea de un mundo menos parecido al maldecido por Galeano en su libro. Por eso, y aún por supuesto, inmersos en esta sociedad individualista, predicadora del consumo y la violencia enmascarada y escondida, especializada en la uniformización de los valores y la estupidización de la ideas; es que podemos decirle a Galeano que hay algún motivo para ensayar una mueca de esperanza. Porque él mismo lo dijo en el libro: podemos dejar el pesimismo para tiempos mejores.

jueves, 1 de marzo de 2012

Memorias de ómnibus

Llego a la parada después de caminar las mismas tres cuadras de siempre. Durante el trayecto, me hago la misma pregunta que me hago cada vez que camino las tres cuadras de siempre: ¿por qué no hay una parada más cerca de casa? Pero igual las camino porque en Malvín somos así, barrio obrero y gente sacrificada. Pasa el 306 Casabó y dos viejas se suben. Por supuesto que las dos señoras llevan bolsas de buen material para cargar cosas. Son el espécimen de ciudadano que a lo largo de mi vida en las paradas y los ómnibus he bautizado como “viejas con bolsas”. Está lleno. Pasa el 60 Ciudad Vieja y lo tomo. Conmigo sube otra “vieja con bolsa” que había llegado a la parada con un trote peligroso para sus articulaciones y agarró el bondi justito. La “vieja con bolsa” pasa antes que yo y se apura para conseguir un asiento. Cuando lo hace, se desploma plácidamente sin importarle ni un poquito la pierna del adolescente desconectado en su mp3 que va al lado. Pienso que se podría incluir en cada ómnibus un asiento que sea para “señoras con equipaje”. Después pienso que mejor tienen que ser cinco asientos por unidad vehicular porque son demasiadas. Me quedo en el medio del ómnibus, parado, esperando que se libere algún lugar. Lo confieso: no soy de esos jóvenes que si hay un lugar vacío se hacen los machos y se quedan parados, cosa de entorpecer toda la dinámica de movimientos contorsionistas en el pasillo, para que pase una señora mayor (generalmente cargando una bolsa) y lo ocupe. Yo me siento y punto. Una mujer con pinta de escribana se para. Baja y aprovecho. A mi izquierda, contra la ventana, un hombre habla por celular en modalidad de manos libres. Pienso que en vez de “manos libres” se podría llamar “taladro de oídos”. El hombre se baja en Soca y yo paso a la ventanilla habiéndome enterado de todo su itinerario para Carnaval. Ya mirando por la ventana, me pongo a analizar un texto de Galeano y me acuerdo de una frase: “La felicidad perfecta es la falta de memoria. Yo no la quiero.” Hago un repaso mental y cruzan por la ventanilla decenas de imágenes, ruidos y sentimientos en no más de diez segundos. Descubro que el 60 acaba de pasar el Banco República y la próxima es Tacuarembó. Pido permiso a un veterano pinta de borrachín alegre y me dirijo hacia la puerta delantera. Me bajo pensando en las tardes en Solymar con mi abuela Toti. Camino hasta el semáforo y cruzo. Sigo caminando hasta Vázquez y me acuerdo que hoy juega Malvín. Me pongo contento. Me acuerdo del juego que jugamos con mi padre y mi hermano: decidir y justificar qué es peor, estar en el océano con un tiburón o en la selva con un león. Estoy convencido que es mucho peor el océano. Caminando, llego a la facultad y pienso en todos los recuerdos que tengo y en las cosas que sé. Pienso que tengo que incluir en el juego con mi padre y mi hermano la posibilidad de quedarse sin memoria. Lo pienso mejor y decido que no tiene gracia aunque lo del tiburón todavía me parece terrible. Me detengo y lo pienso de nuevo. Prefiero cruzar el Amazonas y después nadar a veinte kilómetros de la costa australiana antes de que me arranquen la memoria. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Porque es costumbre

Los que me conocen, los desgraciados oídos que han tenido la mala fortuna de verse obligados a soportarme alguna noche de esas que uno anda de boca fácil, saben que es uno de mis terrenos predilectos. Si de ejercicios intelectuales se trata, no hay como intentar razonar de manera opuesta a lo que se dicta en las clases cotidianas. Y ni les digo si este ejercicio intelectual opuesto a la idiosincrasia de nuestro pedacito de civilización (diría La Catalina) es además, opuesto a la gran mayoría de los patrones culturales existentes en este monstruo de planeta.
 Por más sangre joven que uno tenga, siempre es socialmente saludable recordar que hay cosas que no van a cambiar, por lo menos hasta dentro de un par de milenios. Pero, dejando de lado lo social (que ya me tiene bastante harto), es moralmente saludable olvidarse de todos esos versículos tatuados en nuestras mentes. Perdón, olvidarlos no; más bien cuestionarlos. A ver, sin ánimo de absolutizar ideas: TODOS SOMOS MACHISTAS, HOMBRES Y MUJERES.
 Ejemplos propios: cuando salgo con mi novia generalmente manejo yo (porque el hombre decide el destino de la pareja, la mujer es “acompañante”), hay una señora que trabaja en casa y ella se encarga de lavar y cocinar (porque los hombres tenemos que estudiar para después ser el sostén económico de la familia) y es mi hermana la que se levanta primero a juntar los platos de la mesa (¿cómo los hombres van a lavar los platos si eso es “cosa de mujeres”?). Por supuesto que mi novia prefiere que maneje yo, la señora que limpia en casa pareciera como si disfrutara de servirnos a los hombres de la casa y mi hermana se siente una chica aplicada cada vez que se para a juntar los platos.
 Ahora bien, lo interesante es tratar, sumergidos en este mundo que a nosotros nos debe lo que es y lo que no, de preguntarse por qué somos como somos. Cuánto hay de “nosotros” y cuánto de “los otros” en las decisiones que tomamos. ¿Y si creemos que los otros están equivocados? ¿Y si creemos que el hecho de que el hombre sea el que invite a la mujer a cenar es una forma de someterla a su poder? ¿Y si opinamos que la mujer no está genéticamente diseñada para hacerse cargo de las tareas del hogar sino que es una convención social históricamente aceptada? ¿Y si una “costumbre” no nos parece justa? ¿Hay que aceptarla por el hecho de ser una (siempre honorable) “costumbre”? Es tal el odio que le estoy agarrando a eso de “las costumbres” que ante la pregunta ¿Por qué siempre pagás vos cuando salís con tu novia?, prefiero una retrógada respuesta del estilo “Porque el hombre debe pagar porque es el que carga con la responsabilidad de mantener a la mujer”, que una intelectualmente subterránea del tipo “Y bueno… es costumbre”.
El machismo es una costumbre tan injusta y denigrante como prehistórica y universalmente practicada. Es la demostración diaria de que el hombre ejerce una supremacía ridícula y poderosísima sobre la mujer. Es también la reproducción constante de esa demostración. Es ese dicho popular: “Detrás de un gran hombre, hay una gran mujer”.
Pero claro, es “costumbre”. La pronunciación de esa palabra ya detiene todo ejercicio intelectual. Total, ¿pa qué te vas a poner a cuestionar cosas que ya vienen dadas, toditas envueltas y con las instrucciones al lado? ¿pa qué pensar si pensar no da plata? ¿pa qué ponerse en contra de lo que manda la Diosa Tradición?
“Dejá mi amor, yo invito; es costumbre que el hombre pague”.