Nos gobierna el vértigo. Ni el
mercado, ni el Estado, ni los medios, ni las cosas. Nada de eso solo, sino todo
eso junto. El vértigo es el factor común en un sistema de vida que nos obliga a
seguirle el ritmo si queremos progresar, como maratonistas autómatas y
enflaquecidos de ideas propias. El vértigo como fuerza incorpórea y omnipotente
(porque Dios ha muerto) se nos presenta en cualquier rincón de la existencia,
invadiendo y desnaturalizando nuestro ser individual y nuestras potencialidades
colectivas, hasta transformarnos en un ser colectivo de partes tan abandonadas
a sus aspiraciones individuales que ya no son capaces de reconocerse a sí mismas.
Sabemos perfectamente lo que debemos querer, porque para sentir lo que en
verdad se quiere se precisa un ser individual bien despierto, y a ese nos lo
durmieron o nos lo robaron o lo vendimos hace tiempo. En cualquier caso, las
utopías demoran mucho, y el tiempo es oro.
El vértigo come tiempo. Vivimos
persiguiendo un horario de entrada, mandando mensajes de texto, cobrando lo que
es mío, invirtiendo plata y gastando tiempo, cuidando que no nos roben,
cambiando el auto, tocando bocina, llegando siempre tarde al médico que nos dé
la pastillita mágica para poder seguir haciendo, con salud, todo lo anterior.
Siguiendo la lógica racional-económica que el vértigo nos ha facilitado, en
estos tiempos donde el tiempo escasea, la disponibilidad de tiempo debería ser
un privilegio. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Quien tiene tiempo es
casi un outsider, un holgazán sin ambición, a lo sumo un mediocre con suerte.
Por supuesto, vivir en el vértigo es la norma de moda y él mismo nos enseña a
pensar cómodamente que lo normal es siempre lo correcto.
Pero este vértigo no nos somete tan
fácilmente. Conscientes o no, diariamente nos rebelamos contra esta fuerza
demencial y ajena que nos arrastra. El mismo vértigo que nos eleva a cumplir
nuestros deseos más absurdos y complejos, nos provoca la angustia de extraviar
en sus dominios, las necesidades humanas más simples y completas. Y es ese
mismo dolor existencial el que arremete tormentosamente en casi todos los
pedacitos de tiempo que el vértigo nos deja expresar lo que sentimos por él.
Nos duele la cabeza, nos arden los ojos, nos tiemblan las piernas. Nos quejamos
de los trámites, de los precios, del vértigo. Le tememos a la noche, a las
dudas, al silencio. Responsabilizamos a las autoridades políticas de todos los
problemas que el vértigo nos causa,
delegándoles la imposible tarea de disciplinar una fuerza que nosotros mismos
liberamos constantemente. Y todo esto, toda esta sarta de miedos y de quejas no
es menos que el testimonio desgarrador y tartamudo de que el vértigo se ha
excedido en su afán troglodita y cada vez nos gusta menos porque cada vez más
nos lastima, aunque aún no seamos capaces de entender que las consecuencias que
el vértigo trae son simplemente sus condiciones de existencia.
Hay dos sentimientos individuales
que emergen de la subjetividad colonizada por el vértigo y amenazan con desatar
las potencias emancipatorias de los individuos, aunque generalmente devengan en
efectivos represores de esta osadía. Ambas sensaciones se retroalimentan entre
sí hasta desembocar en profundas crisis de identidad, como últimos manotazos de
ahogados entre las muchedumbres solitarias, vertiginosamente recortada la
individualidad espiritual, son tantas y tan variadas las alternativas que ya no
tenemos opción, ni ganas de elegir. El cansancio, entonces, es uno de estos
sentimientos inherentes al vértigo moderno. Nadie, ni el más exitoso de los
empresarios, ni las pastillas más poderosas, ni el joven más borracho, ni la
niña más correcta pueden soportar las exigencias pautadas por el ritmo que nos
pone a bailar torpemente al compás de las instituciones que construye su fuerza
destructora. Ese es otro de los péndulos que el vértigo nos muestra para
embobarnos. Nos hace creer que todo es móvil y relativo, que nada es seguro,
que su fuerza arrolladora garantiza la renovación de oportunidades para todos
aquellos que estén dispuestos a entregarse al desamparo, que todo en algún
momento llega y en algún momento se va. Pero el vértigo no es únicamente una
fuerza destructora. Nosotros mismos, que somos el mismo vértigo que nos domina,
construimos las condiciones estáticas para que el vértigo destruya todo aquello
que esas condiciones le permitan destruir. El vértigo no destruye la propiedad
privada, ni la necesidad de tener un celular o un auto, ni las relaciones de
poder, ni las diferencias de clase. La vorágine hambrienta de destrucción, ni
siquiera olfatea sus construcciones más preciadas, precisamente las
construcciones que posibilitan la constante aniquilación de todo lo demás.
El cansancio es la primera
consecuencia del vértigo, la más común y la más consciente. Es imposible, como
decíamos, negar que el sistema de vida actual provoca altos niveles de
cansancio, tanto física como mentalmente. Trabajar, ganar, comprar, vender,
divertirse, estudiar, crecer, ser, tener, parecer; son verbos que cansan mucho.
El vértigo conspira contra el tiempo, a la vez que inspira respeto hacia quien
no lo tiene. No tener tiempo es síntoma de éxito. No tener tiempo es ser
racional en la irracional racionalidad del vértigo. Como cansarse es normal (y
lo normal siempre es bueno), el vértigo ofrece sus productos de ocio. El ocio,
como casi todo en este mundo del vértigo, se compra y se vende, y todo, todo lo
que se compra y se vende en este mundo del vértigo, pertenece al vértigo del
mercado. El ocio es el mejor canal para la difusión de la sociedad del vértigo.
Instintivamente tendemos a concebir el descanso como una situación distinta al
resto de actividades diarias, todas ellas dominadas nítidamente por el vértigo
omnipresente. Creemos, entonces, que los momentos de ocio nos despejan, nos
alejan de nuestra realidad vertiginosa para marcar una línea divisoria entre
nuestra actividad y nuestro reposo. Confiamos ingenuamente en que la mano
invisible del huracán no llega a tocar nuestro ocio. Y esto no está ni cerca de
ser verdad. El vértigo coloniza muchísimas esferas del ocio y las vende como
antídotos del vértigo. Pero lejos de curarlo, a través del ocio aparentemente
neutral, tiene lugar la transmisión invisible e inconsciente de las pautas
dispuestas por el vértigo, y siempre una dominación es más efectiva y más
poderosa cuando es invisible, cuando no se reconocen los aparatos de poder que
la originan.
Sin dudas el caso paradigmático
lo constituye la televisión. La televisión es la fuente de ocio (a nivel
tecnológico) más extendida en el mundo, tal vez en un futuro cercano empatada
por la computadora. La televisión seduce a sus consumidores por su impacto
visual, al tiempo que nos permite relajar el cuerpo siempre tenso de los
habitantes del vértigo. La comodidad física contrarresta así al cansancio
físico. Análogamente, al cansancio mental se lo combate con comodidad mental.
Así, la televisión magistral y sutilmente desliza noticias y situaciones
cotidianas con grados mínimos de novedad y complejidad, obteniendo el deseado resultado
de que el televidente absorba información funcional a la reproducción del
vértigo pero envasada en la siempre inocente intención de distraer. Se completa
así, gracias a la televisión, un círculo virtuoso para los amantes del vértigo.
La televisión aparece para llenar el hueco que la racionalidad del vértigo deja
vacío a propósito para hacernos creer que no somos totalmente invadidos por él,
que podemos darnos el lujo de elegir nuestro ocio. Después de un día entero
signado por la lógica agobiante del vértigo desnudo, jamás la televisión podría
ofrecer productos que requieran de complejidad mental, de capacidad de
abstracción o de estímulos a la creatividad. El cansancio mental del vértigo
necesita de productos ociosos que cumplan la doble función de simplicidad y
repetición con aparente originalidad, a la vez que imparten implícitamente las
condiciones favorables para la reproducción de la lógica del vértigo. Éxito,
felicidad, posiciones y roles sociales, estética; todas cuestiones culturales
arbitrarias que el vértigo televisivo transforma en respuestas unívocas e
incuestionables. Fiel producto de un vértigo transformador de lo que le
conviene, la televisión relativiza y
subestima las ideologías como marcas que pasaron de moda en el híbrido mundo
moderno. Los contenidos televisivos se le presentan al espectador
detalladamente digeridos y simplificados, como un efectivo represor de
cualquier atisbo de pensamiento discordante en un individuo ya anestesiado. La televisión
nos ahorra el cansancio de pensar, y alguien que no piensa libera el terreno
para que otro piense por él. El vértigo limpia y el terreno y nos hace el favor
de pensar por nosotros. La desideologización de las personas es la ideología
preferida del vértigo y la televisión su medio de transporte predilecto.
Aún menos probable que encontrar contenidos
televisivos originales y complejos, es aspirar a una televisión que problematice
las condiciones existenciales del vértigo. Eso sería pedirle que traicione sus
propias condiciones como aparato invisible de dominación. Como hija del
vértigo, sabe que a su papá no se lo puede traicionar, porque ni siquiera lo
conoce. Sabe perfectamente que existe para que el vértigo se extienda y se
acelere, y cumple perfectamente esa función. ¿Cómo se puede exigirle a la
televisión que se oponga a los intereses del vértigo y a los de sus millones de
piecitas que la preferimos así como está, y empiece de repente a transmitir
programas y noticias que cuestionen la hegemonía del vértigo? ¿Cómo pedirle que
haga preguntas cuando ella solo sabe dar respuestas? ¿Por qué los fanáticos del
mercado del vértigo preferimos una televisión reproductora que una televisión
transformadora? Está claro que el vértigo no evalúa ni de reojo las
posibilidades de acabar con la reproducción de su transformación constante,
pero ¿por qué? Porque nosotros, los asediados protagonistas del vértigo, no
reclamamos otra televisión. Y no lo hacemos porque la aparición de otra
televisión, una televisión crítica, problematizadora, reflexiva y emancipatoria,
nos enfrentaría con la angustiante posibilidad de observarnos desde lejos en el
medio del vacío, y confirmar que todo lo que nos rodea es vértigo, y nosotros
también.