jueves, 1 de marzo de 2012

Memorias de ómnibus

Llego a la parada después de caminar las mismas tres cuadras de siempre. Durante el trayecto, me hago la misma pregunta que me hago cada vez que camino las tres cuadras de siempre: ¿por qué no hay una parada más cerca de casa? Pero igual las camino porque en Malvín somos así, barrio obrero y gente sacrificada. Pasa el 306 Casabó y dos viejas se suben. Por supuesto que las dos señoras llevan bolsas de buen material para cargar cosas. Son el espécimen de ciudadano que a lo largo de mi vida en las paradas y los ómnibus he bautizado como “viejas con bolsas”. Está lleno. Pasa el 60 Ciudad Vieja y lo tomo. Conmigo sube otra “vieja con bolsa” que había llegado a la parada con un trote peligroso para sus articulaciones y agarró el bondi justito. La “vieja con bolsa” pasa antes que yo y se apura para conseguir un asiento. Cuando lo hace, se desploma plácidamente sin importarle ni un poquito la pierna del adolescente desconectado en su mp3 que va al lado. Pienso que se podría incluir en cada ómnibus un asiento que sea para “señoras con equipaje”. Después pienso que mejor tienen que ser cinco asientos por unidad vehicular porque son demasiadas. Me quedo en el medio del ómnibus, parado, esperando que se libere algún lugar. Lo confieso: no soy de esos jóvenes que si hay un lugar vacío se hacen los machos y se quedan parados, cosa de entorpecer toda la dinámica de movimientos contorsionistas en el pasillo, para que pase una señora mayor (generalmente cargando una bolsa) y lo ocupe. Yo me siento y punto. Una mujer con pinta de escribana se para. Baja y aprovecho. A mi izquierda, contra la ventana, un hombre habla por celular en modalidad de manos libres. Pienso que en vez de “manos libres” se podría llamar “taladro de oídos”. El hombre se baja en Soca y yo paso a la ventanilla habiéndome enterado de todo su itinerario para Carnaval. Ya mirando por la ventana, me pongo a analizar un texto de Galeano y me acuerdo de una frase: “La felicidad perfecta es la falta de memoria. Yo no la quiero.” Hago un repaso mental y cruzan por la ventanilla decenas de imágenes, ruidos y sentimientos en no más de diez segundos. Descubro que el 60 acaba de pasar el Banco República y la próxima es Tacuarembó. Pido permiso a un veterano pinta de borrachín alegre y me dirijo hacia la puerta delantera. Me bajo pensando en las tardes en Solymar con mi abuela Toti. Camino hasta el semáforo y cruzo. Sigo caminando hasta Vázquez y me acuerdo que hoy juega Malvín. Me pongo contento. Me acuerdo del juego que jugamos con mi padre y mi hermano: decidir y justificar qué es peor, estar en el océano con un tiburón o en la selva con un león. Estoy convencido que es mucho peor el océano. Caminando, llego a la facultad y pienso en todos los recuerdos que tengo y en las cosas que sé. Pienso que tengo que incluir en el juego con mi padre y mi hermano la posibilidad de quedarse sin memoria. Lo pienso mejor y decido que no tiene gracia aunque lo del tiburón todavía me parece terrible. Me detengo y lo pienso de nuevo. Prefiero cruzar el Amazonas y después nadar a veinte kilómetros de la costa australiana antes de que me arranquen la memoria. 

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